Alégrame esa felicidad.
El viejo tenía veinte mil arrugas y una mirada joven. Sus ojos me decían que ahí dentro había alguien atrapado, quizás un crío que jugaba a ser mayor. Y no estaba equivocado: cuando habló, no solo escuché la sabiduría de un abuelo, sino la sencillez de un niño.
– ¿Es usted feliz?
Ante la pregunta, el viejo observó el cielo. Me atravesó con su mirada y, viendo más allá, respondió sonriente:
– No –le miré, extrañado-. Yo creo en la alegría, que es mucho más real, tangible y mundana. Es una experiencia eléctrica, sincera, palpable, cierta –el viejo gesticulaba rápidamente, acompañando cada verbo de una acción con las manos-. Se puede ver, en mí, en usted y en aquél que pasa –señaló-. Es un fogonazo, un simple momento –cerró los ojos-… ¡un flash! –los abrió de nuevo al máximo-. Sí, eso mismo, un flash: viene, lo ilumina todo y se va.
– ¿Qué es la felicidad entonces? –pregunté por inercia.
– Es un concepto demasiado grande, inabarcable. Si existiera, la felicidad sería la suma de varias alegrías. Estoy harto de la gente que busca la felicidad. La alegría no se esconde de nadie. Todos tenemos motivos para sonreír. Todos.