Y allí estaba ella, años después de habernos dado por imposible, clavándome sus ojos mientras su marido le susurraba algo al oído lo suficientemente cerca como para hacerme apartar la mirada. Cuando el tipo se marchó, me senté a su lado y brindé rozando su copa con la mía. No dijo nada, ni siquiera levantó la vista. El camarero iba y venía y una canción de jazz se hacía un hueco entre el gentío. Nuestros ojos coincidieron en el espejo que teníamos ante nosotros. Me asomé a su alma del mismo modo que el suicida lo hace a la cornisa. Finalmente, decidí saltar al vacío:
– Es en noches como esta cuando más te echo de menos.
– ¿Qué tiene esta noche de especial?
– Que es una noche cualquiera.
Su mirada pasó de mi lado del espejo al suyo, perdiéndose en el gris tormento de sus propios ojos. Sus labios habían marcado de rojo el borde de su copa como antes solían hacer conmigo. Me levanté, terminé mi whisky de un trago y me dirigí a la puerta mientras el humo de mi cigarrillo me seguía como un perrito fiel.
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Muy Bogart y Bacall
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