Desde nuestro primer encuentro en la fiesta de Gracia-Santiago, Olvido y yo habíamos compartido mucho tiempo juntos. Solíamos emborracharnos en mi apartamento escuchando la radio y contando viejas historias. Nunca había pasado nada entre nosotros, ni siquiera me lo había planteado. Un día, algo más bebidos de lo normal, nos acostamos en mi cama y hablamos durante horas. En un momento de silencio, me cogió la cara con sus manos y me besó, mordiéndome el labio inferior. Tenía su frente pegada a la mía. Tras unos segundos, me dio la espalda y se hizo la dormida. Yo estaba demasiado borracho como para reaccionar. Al día siguiente, Olvido se fue a su casa y todo volvió a la normalidad. Horas después, esperando a que Lola saliera del baño, descubrí varias manchas de rímel en el trozo de almohada en el que Olvido había dormido.
El 30 de diciembre de 1967 había quedado con Olvido. El plan era beber en su terraza y perdernos en nuestra conversación mientras el horizonte se comía los penúltimos rayos del año. Me recibió con una sonrisa enorme y comiéndome a besos. Parecía feliz. Pusimos la radio sobre una piedra y esperamos a que el tiempo hiciera su trabajo. Abrimos un par de birras y brindamos. Por ti, le dije. Sonaba Cheek to cheek.
Madrid se pintó de naranja y las sombras se hacían cada vez más largas. Los edificios, las personas, los árboles, todo tenía un reflejo oscuro y alargado, como yo. Las mujeres solían estar fuera de mi alcance. A largo plazo, acababan huyendo de mí. Olvido, en cambio, jamás quiso marcharse. Olvido siempre me dio algo más. Nunca pronunció mi nombre, ni me llamó por teléfono, ni preguntó por mi pasado. Se limitó a pasar horas a mi lado sin esperar nada a cambio. Mi presencia la quemaba y solo supe de ese fuego cuando ella misma se consumió en él.
La radio siguió sonando durante horas. La noche había llegado y Olvido se acurrucó a mi lado. Me preguntó con voz entrecortada con quién iba a pasar Fin de Año. Durante unos segundos, dudé. Todavía no me lo había planteado. Supuse que confesar la verdad equivaldría a una invitación por su parte, así que contesté con algo que sonara creíble.
La noche del 31 de diciembre de 1967 yo deambulaba por calles madrileñas con un puñado de uvas en una mano y una botella de champán en la otra. Vestía un traje desgastado y unos calzones rojos que me había regalado mi ex secretaria antes de echarla. Me comí las uvas y me emborraché por segundo día consecutivo.
A las 3 de la mañana, un taxista más bebido que yo me encontró tirado por la Latina y me llevó a mi apartamento. El tipo, según me contó, se había comido las uvas sentado en el capó de su coche, perdido en algún punto de Madrid, riéndose de 1968 y su existencia. Eres de los míos, le dije. Al llegar a casa, me tiré en la cama aún vestido. Todo me daba vueltas y tuve que ir al baño a vomitar. En ese mismo momento, apoyado en la taza del váter, sudoroso y agobiado, pensé en Olvido.
Siempre que recuerdo aquel instante de sombras alargadas y siluetas anaranjadas siento una mezcla de infinidad y vacío. A veces pienso que ya he sentido todo lo que podía sentir, que ya no me queda nada nuevo por conocer. Rezo porque llegue el día en que algún déjà vu me acerque de nuevo a aquel atardecer junto a Olvido. La había necesitado más que querido, y ahora tan sólo era un recuerdo arrinconado víctima de su propio nombre.
[Extracto de 1968] Más sobre 1968: Gris Tormento y Gato
2 Comentarios Agrega el tuyo