Me senté en el sillón y la luz del sol empezó a hacerse un sitio en mi casa. La mañana era fresca y la ciudad volvía a latir. Miré mi reloj. Eran las 8 y media de la mañana de un 20 de septiembre de 1967. Metí mi mano en el bolsillo y saqué el rollo de papel con el poema que había escrito tirado en el baño del Quilombo poco antes de que Juárez me sacara a rastras.
Despierto dando la espalda a una desconocida
que agarra con fuerza mi mano.
Unas bragas azules cuelgan de un ventilador que aún da vueltas.
El sol se cuela entre las persianas
y yo me pongo los calzoncillos en la cara.
El polvo brilla como purpurina barata.
Un hombre trajeado me sonríe desde un cuadro en la estantería.
«Deberías conocer a tu mujer» – le digo.
La tipa sigue durmiendo y no me suelta la mano.
Una noche más y un día menos.
Tiré el rollo por la ventana.
– Algún día alguien se suicidará por ti –me dije, clavando la vista en el amanecer- y ya será demasiado tarde.
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