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– ¿Te apetece escribir algo? –pregunté, apoyando mi cabeza en su regazo.
– ¿Escribir? ¿Dónde? –preguntó Julia mientras me acariciaba el pelo.
– Aquí mismo -dije, tecleando en el aire-. Va, empiezo yo si quieres. Podríamos escribir sobre un loco que ha escapado de un manicomio. ¿Qué te parece?
– No está mal como proyecto autobiográfico -dijo, entre carcajadas-. Lo veo claro: «La Máquina de Escribir que nunca existió».
– Pinta bien -dije, tocándole la punta de la nariz-. Venga, vamos allá. Primero, la situación…
– Podríamos reescribir este mismo momento –me interrumpió Julia. Ahora clavaba la mirada en la montaña al otro lado de la ciudad.
– A sus órdenes, señora editora –dije, llevándome la palma de la mano a la frente. Ambos reímos.
Entonces, empecé.
«Lugar: Barcelona de madrugada. El mes de agosto siempre ha sido una época excesivamente calurosa, incluso para los habitantes de la ciudad. Cada año parece que los termómetros se estiran algo más. Los barceloneses pronto olvidan lo que es un verano mediterráneo, exageran el calor a cada paso que dan y lo achacan a la humedad permanente. ‘No serías capaz de entender lo que es un verano en Barcelona’, suelen decirle a todo aquel que no haya estado antes por aquí… »
– Me está dando calor oírte –dijo ella, alborotándome el pelo.
– Cuando te toque a ti pienso añadirte notas a pie de página como si fuera un traductor loco.
– Vale, vale, perdone usted míster Próximo Premio Nobel –dijo entre risas-. ¿Está aprendiendo sueco para su discurso?
En lugar de una respuesta, lo que hice fue mantener la mirada fija en su boca. Le di un beso. Se calló.
«Varias parejas hablan a escasos centímetros en las escaleras frente al Museo en lo alto de Montjuïc. Las chicharras resuenan fuertemente en un eco monótono. Plaza España, caótica como siempre, sea la hora que sea, queda a la suficiente distancia como para que el tráfico resulte sordo. Un pianista descamisado y bastante acalorado toca viejos clásicos ochenteros…»
– Bryan Adams.
– ¿Qué? –pregunté, extrañado.
– Que toca a Bryan Adams.
– Joder, no me gusta Bryan Adams. Deprime a cualquiera.
– Bryan Adams –repitió, seria.
– Vale, vale, Bryan Adams.
«Un pianista descamisado y bastante acalorado toca al grandísimo Bryan Adams escudado por la funda de su piano que, además, hace las funciones de hucha improvisada. Algunos de los que se pierden entre besos y promesas de amor echan vistazos fugaces al paisaje, al cielo y, ya que están, al pianista. El tipo, que no para de sonreír a todo aquel que pasa, busca con la mirada un ojo con el que coincidir, a ver si algún pobre enamorado decide acercarse a dejar algunas monedas…»
– Eh, espera. ¿Por qué enamorados? Yo te conocí la semana pasada y aquí estamos. O ahí, en tu historia, según se mire.
– Que yo no esté enamorado de ti no implica que tú no lo estés de mí, cosa que entendería perfectamente…
Julia rio y me pellizcó el brazo. ¡Ay!
– Va, sigue con tu cuento. Estaba quedándome dormida, y hoy tocaba soñar con Marlon Brando.
– No necesitas dormir para soñar. Mírame, anda –le dije, guiñando un ojo. Julia rio entre dientes, sacándome la lengua-. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, la situación.
«El Tibidabo, al fondo, muestra su silueta dorada dominando la ciudad y sus calles, ofreciendo una especie de retiro espiritual a los que siempre tienen prisa. La noria gira sin parar y los faros de los coches serpentean la montaña buscando algún lugar solitario en el que pararse…»
– Más parejas –añadió, volviéndome a interrumpir y alargando la ‘a’ de ‘más’ en un tono claramente burlesco-. Son una plaga, como zombies. ¡¿Qué digo?! ¡Peor que zombies! Al menos éstos buscan comer cerebros, cosa que, en cierto modo, les otorga cierta honradez intelectual, ¿me sigues? Las parejas, en cambio, se dedican a pasar tiempo juntos, a hacer cosas juntos, a usar la palabra nosotros, una y otra vez, como si fueran un solo ente. Comen, caminan, hablan, follan, miran el paisaje y lo critican todo como si fueran poseedores de la verdad absoluta.
– ¿Algo así como tú y como yo desde hace un par de horas? –pregunté, chafándole la cara con mi mano. Ella me miró entre sus mejillas aplastadas.
– No, para nada. No tenemos nada que ver con las parejas de tu historia. Hace una semana tú eras un fantasma y yo no creía en el más allá.
– Quizás tengas razón. Vale que lo nuestro parece inverosímil, pero ¿qué no lo es? Ya no sé qué es la mentira y qué no.
Ahora era Julia quien aguantaba la mirada. Poco a poco fue entrecerrando los ojos. Un simulacro de mirada de odio sobreactuada fue haciéndose sitio en su cara. Por un momento, el viento había dejado de soplar y las chicharras de mi historia se habían callado.
– Has dicho ‘lo nuestro’. ¡Lo nuestro! ¡Maldito zombie! –repitió, llevándose la mano al corazón. Empezó a soltarme pellizcos mientras repetía una y otra vez las mismas dos palabras-. ¡¡Lo nuestro, lo nuestro!! ¡¡Socorro, un zombie!! ¡Aaah!
[…]
si la levedad de una existencia vacia y endeble colisionara con la mas pura esencia, podria discernirse el latifundio permanente de una alma simple y vanal. Pero si escarbamos en las profundidades de la mas pura rutina y la hacemos magia utopica pero intrascendente, lograremos ver la verdadera naturaleza de tu esencia.
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